Una reflexión: la opinión publicada debería rebelarse de una vez contra la tendencia de los partidos a valorar las elecciones autonómicas y municipales según la suma de los votos obtenidos en los miles de ayuntamientos de España. Es un baremo llamativamente poco riguroso que, sin embargo, compramos sin rubor alguno. Tan ridículo es guiarse por él en 2003, cuando el PSOE sacó pecho en una jornada que, en plena ira ciudadana contra el PP por la guerra de Irak, apenas le permitió rascar nada tangible, como en 2007, cuando Rajoy pensó que era la prueba empírica de su (nunca producida) victoria en 2008. Compruebo con estupor que hoy sigue siendo el asidero del PP y de sus distintas terminales mediáticas.
Pero no cuela. El resultado del PP ha sido catastrófico. Ni más ni menos. Todo le ha salido mal. Lo que se esperaba y lo que no. Ha sido un batacazo -no quedaría bien que parafrasearemos aquí a Rita Barberá– de indescriptibles dimensiones. Cualquiera lo diría al escuchar la valoración que ha realizado el presidente del Gobierno. La alocución de Mariano Rajoy, aún patética, ha sido muy ilustrativa para intuir cuáles pueden ser los males del partido en el poder.
El panorama autonómico es desolador. Las mayorías absolutas con décadas de antigüedad en Madrid, Murcia, La Rioja o Castilla y León se han visto sustituidas por la imperiosa necesidad de pactos. Adiós a Cantabria, Castilla-La Mancha, Aragón, Baleares, Comunidad Valenciana o Extremadura. Y una ocasión perdida para gobernar Asturias o Canarias.
El barrido en las grandes ciudades es igualmente dramático. Las urbes con un gobierno del PP van a ser casi excepción. Y luego, claro, está lo del ayuntamiento de Madrid.
¿Qué ha podido suceder? La personal teoría de quién esto escribe es que el PP no entendió el generoso mandato ciudadano -municipal, autonómico y estatal- que el pueblo español le otorgó en 2011. Tenía por objeto salir de la crisis, sí. Pero no sólo. Se trataba de hacerlo regenerando una vida política española que ya entonces -recuérdese la transversal simpatía inicial con la que se saluda el 15 de mayo de ese año- era percibida como coto privado de una “casta” -aunque entonces nadie lo llamara así- que, en líneas generales, se ríe del ciudadano que le ha puesto allí. En ese sentido, los populares han cometido uno de los mayores errores en los que se puede incurrir: desperdiciar una ventaja. La tenían hace cuatro años, cuando el movimiento de la Puerta del Sol tenía una consistencia gaseosa que era fácil disipar si se ponían hechos encima de la mesa. En su lugar, prepotencia y arrogancia. El resultado se llama Podemos.
La incapacidad del PP para percibir ese clima social es digna de estudiarse en un futuro no muy lejano. El Gobierno lleva tres años y medio actuando de espaldas a la parte más numerosa de su electorado, que en modo alguno debe confundirse con la más ideologizada. Son esos millones de votantes de clase media que optan por el centro-derecha español por un criterio pragmático. Los mismos que se han visto ultrajados con la subida de impuestos decretada a las primeras de cambio; han rabiado con la torpe respuesta dada desde Génova a los graves episodios de corrupción conocidos en este tiempo y no han dado crédito a la naturalidad con la que desde las esferas de poder popular se han seguido llevando a cabo prácticas que querrían ver erradicadas; tales como la designación política de los miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) o el sectario control ideológico de los contenidos de la radio-televisión pública, RTVE. La respuesta que desde Moncloa, con altavoces mediáticos de la potencia -que no la eficacia- de Francisco Marhuenda roza lo indignante. Al PP hay que votarle te guste o no, porque de lo contrario vendrán desastrosos gobiernos extremistas o habrá nefastas consecuencias para la economía. Es un razonamiento particularmente perverso, porque concibe su condición de referencia del centroderecha como garante para hacer, literalmente, lo que le dé la gana, inhibiendo el único recurso eficaz de pataleta con el que cuenta el sufrido ciudadano de a pie: privar del voto al político que le decepciona. Súmese a lo anterior el lanzamiento, a la cara del compatriota, de humanistas del calibre de Rafael Hernando o Carlos Floriano para que el cabreo adquiera ya dimensiones catedralicias. “Nos ha faltado piel”, decía el segundo en aquel inenarrable spot. No se imaginan hasta qué punto.
Hay un rasgo particularmente dramático en los resultados del 25 de mayo. El impacto negativo es directamente proporcional al perfil del candidato. La noche se cobró auténticas piezas de caza mayor: Barberá, Fabra, Bauzá, Rudi… Mucho primer nivel. Mucho icono de un PP que afronta un incierto recambio generacional. Pero hay dos que, incluso, destacan sobre el resto. Una es María Dolores de Cospedal. Me cuesta imaginar un gran futuro político a una secretaria general del partido que, empeñada en simultanear tan importante responsabilidad con la presidencia de una vastísima comunidad autónoma, pierde el poder que podría haber mantenido si no hubiese implantado una reforma electoral que ha sido su propia soga.
La otra es Esperanza Aguirre. La líder madrileña debe estar teniendo un duro aterrizaje en la realidad. No es para menos. Lleva lustros muy alejada de ella; en volandas de una auténtica corte de palmeros, tanto políticos como mediáticos, que la han encapsulado en un espacio propio muy distinto del que compartimos el resto de los mortales. Su campaña ha sido realmente lamentable. En realidad, era un genuino cadáver político desde que el año pasado protagonizara un delirante episodio de “hit and run” que habría sepultado a cualquier otro según los códigos de su admiradísima cultura política anglosajona. Pero ahí siguió. Ungida en salvavidas de su enemigo íntimo Mariano Rajoy para el siempre complicado Ayuntamiento de Madrid. Tres años después de haber abandonado (¡ja!) la primera línea. Ha vencido por un puñado de votos a una candidata con algo de taza de Mr. Wonderful, pero ahora todo parece indicar que le tocará ser concejal de la oposición. Es la misma posición desde la que saltó a la arena, hace ya 32 años, como representante liberal en el número 4 de la lista de Coalición Popular que encabezó Jorge Verstrynge. A veces la vida es un relato circular.
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